Chicos de 5to año:
Les dejo el nuevo cuento con el que trabajaremos en la unidad: La casa de azúcar, de Silvina Ocampo.
LA
CASA DE AZÚCAR - Silvina Ocampo
Las
supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie
borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios,
las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un
cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto
un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me
dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que
le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías
absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que
por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos
rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo
guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se
apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía
con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre
la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran
personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no
podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas
músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban.
Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas,
ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de
nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras,
pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente.
Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo,
pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores
influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como
si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no
estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la
ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un
departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o
vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que
parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria
luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín.
Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en
1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla,
el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer
a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar
ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué
diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor
a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con
pensamientos que envician el aire.
En
pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos
regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor.
El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por
los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente
hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos.
Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que
la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta
que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina
no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una
oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora
Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí
Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad
seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro
divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa
para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de
pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un
lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores
materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina.
Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que
ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la
puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de
cartas.
Una
mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete
Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del
papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un
vestido de terciopelo entre los brazos.
-
Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió
corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo
te lo mandaste hacer?
Hace
tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro,
¿no te parece?
-¿Con
qué dinero lo pagaste?
-Mamá
me regaló unos pesos.
Me
pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos
queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta
para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había
cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en
reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no
preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas
batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente
la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las
repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su
costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni
tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni
siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un
perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle,
aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un
baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría
hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba
a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el
paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra
tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi
una bicicleta apostada en el jardín - Entré silenciosamente y me
escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
-¿Qué
quiere? repitió dos veces.
-Vengo
a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces
frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece
de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los
transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado
y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para
mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los
pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el
naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde
aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que
iba a regalarme un barrilete.
-Los
barriletes son juegos de varones.
-Los
juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como
enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para
usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la
noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y
no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en
cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me
regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras.
Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una
semana estoy de nuevo aquí.
Hace
tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos
barrios. Usted estará confundida.
-Yo
la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para
colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
-No
estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo,
por favor, antes que me encariñe con él.
Violeta,
escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo
cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo
trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
-No
me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto?
Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez
en cuando, porque lo quiero mucho.
-A
mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que
aceptara un perro de regalo.
-No
se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la
tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia
Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora
que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el
parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará
el favor de quedarse con él?
-Bueno.
Me quedaré con él
-Gracias,
Violeta.
-No
me llamo Violeta.
-¿Cambió
de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma
misteriosa Violeta.
Oí
el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la
escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que
acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del
diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a
devorarme Me pareció que había presenciado una representación de
teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había
sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos,
temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que
estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes
por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para
comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no
advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado.
Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
-¿Te
gustaría que me llamara Violeta?
-No
me gusta el nombre de las flores.
-Pero
Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero
tu nombre.
Un
sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución,
asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué
haces aquí?
-Estoy
curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es
un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No
me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te
gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me
gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme.
"Ir y quedar y con quedar partirse."
Volvimos
a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el
trayecto apenas le hablé.
-Podríamos
tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan
desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me era posible
adquirir una casa en esos lugares.
-No
creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es
una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los
árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para
tirar o recoger basuras.
-No
me fijo en esas cosas.
-Antes
no querías sentarte en un banco donde alguien había comido
mandarinas o pan.
-He
cambiado mucho,
-Por
mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya
sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y
que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
-No
te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba,
con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante
días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi
ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y
los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día
me aventuré a decir a Cristina:
Si
descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué
harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?
-Si
una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser
como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas
de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me
inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde
tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del
mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste
hace un tiempo.
No
insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el
tiempo compondría las cosas.
Una
mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome
y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya
estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las
espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes
que eché a reír.
-Si
usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No
sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.
-Usted
está mintiendo.
-No
miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo
quiero que usted sepa las cosas como son.
-No
quiero escucharla.
Cristina
se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la
intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el
cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No
me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago
desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No
comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué;
era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que
no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En
aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar.
Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese
mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había
cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba
o cocinaba o cerraba las persianas!
Un
día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho
que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las
equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa
frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar
en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de
su vida.
A
media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían
tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y
juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me
pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible
a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices,
fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el
pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué
que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en
nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No
vivía una tal Violeta?
Me
contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente
traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron
que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la
dirección.
Canto
con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire
misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy
otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí
de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De
tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que
desatendía a Cristina.
Fui
al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por
Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de
canto.
Tuve
que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante
el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el
momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las
lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí
voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas
de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta,
delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia
López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a
buscar noticias de Violeta.
-¿Usted
es el marido?
-No,
soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted
será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los
ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren
saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No
hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura,
fiel, buena.
-Quiere
consolarme -le dije.
Ella,
oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí.
Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima
amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas
confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que
la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia.
Repetía sin cesar. "Alguien me ha robado la vida, pero lo
pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo
tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer
para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que
transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con
Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor
imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro,
viendo los trenes alejarse."
Arsenia
López me miró en los ojos y me dijo:
-No
se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era
hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el
mundo?
Mudo,
horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a
Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para
demostrar su simpatía.
Desde
ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta.
Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de
sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña.
Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya
no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que
ahora está deshabitada.