Chicos de quinto año:
Les dejo el cuento con el que vamos a iniciar la nueva unidad, El Monstruo, de Daniel Moyano:
EL MONSTRUO
Daniel Moyano
La verdad es que yo me había atrasado mucho. Cuando por fin
estuve en condiciones de dejar mis actividades por unos días para realizar un
corto viaje al interior y ver el fenómeno que en su momento comentaban todos
los diarios, ya casi nadie hablaba del monstruo. Hubiera querido ir el mismo
día que apareció, hacía ya dos meses, en aquel viejo depósito de maderas, pero
fue imposible obtener el permiso necesario. Para ello hablé con el gerente,
pero este se burló de mi exaltación y me dijo, entre otras cosas, lo siguiente:
“Veo que está usted muy entusiasmado, y que mide las posibilidades de un viaje
a través de su entusiasmo. En realidad no creo que tenga importancia este
asunto. Todos hemos visto fenómenos en nuestra vida, y no es esta la primera
vez que usted va a verlos. Ya mi padre me habló alguna vez de un fenómeno
semejante y se refirió también a otro que había visto mi abuelo en Europa. Como
ve, no es nada nuevo. Cada uno, o cada generación tiene en su mente el recuerdo
de algo parecido. Usted habla y obra como si este fuera el único en el mundo.
Me parece que exagera un poco. Podría argüir que por sus características este
fenómeno es realmente inusitado, pero yo puedo asegurarle que en el fondo es el
mismo de siempre. Podrá ser todo lo raro que usted quiera, más raro aún que los
monstruos vistos por mi padre y por mi abuelo, pero toda su rareza, que es lo
único que tiene, no es más que la apariencia de un viejo problema. Yo me he
acostumbrado a verlo todo bajo el molde que me forjé ante mi primer contacto
con las cosas, y así nunca he tenido problemas de fondo. Claro está, usted ve
el monstruo solamente, y comete entonces un error de percepción. Ya se
acostumbrará a ver cualquier fenómeno aparentemente inusitado sin alterar en nada
su vida cotidiana. Por ahora, usted ve, es imposible conseguirle ese permiso.
El balance debe estar terminado antes de fin de mes. Como usted mismo acaba de
decírmelo, faltan pocos días para su licencia. ¿Por qué no espera hasta
entonces? Así puede verlo todo el tiempo que quiera. Yo mismo quisiera verlo,
pero no podré hasta fin de año”.
Los diarios comentaron mucho el asunto durante una semana.
La última noticia que publicaron fue sobre la decisión de las autoridades
municipales de colocar al monstruo en una plaza pública para que todo el mundo
lo viera. Después, nada, como si el monstruo hubiese muerto. Publicaron
fotografías, algunas más o menos nítidas y otras borrosas y oscuras. Ninguna
fotografía me satisfacía plenamente en mi afán por saberlo todo sobre el
monstruo. Eran por lo general vistas del cuerpo entero del monstruo, sin
detalles que permitieran apreciar el brillo o la expresión de sus ojos o la
calidad del pelo que cubría todo su cuerpo. Además, en casi todas ellas
aparecían figuras humanas que cubrían muchas veces alguna parte de la figura.
Compraba todos los diarios, acechando cuidadosamente la hora
de su aparición, y los hojeaba primero con rapidez, luego detenidamente. Ni una
sola línea sobre el monstruo. Cuando todavía las posibilidades del viaje eran
remotas yo había comprado ya una serie de cosas, cuadernos de notas,
instrumentos de medición, libros y una máquina fotográfica que me entregaron un
día, lujosamente embalada, con un librito de instrucciones para su manejo,
escrito en alemán, que traduje yo mismo con el único auxilio de un pequeño
diccionario y una gramática de bolsillo. Comprender su significado me costó un
sentido, pero yo pensaba que cada palabra revelada me acercaba más al monstruo
que tanto deseaba ver. Recuerdo que pasaba largas horas nocturnas leyendo
recortes de viejas revistas sobre monstruos reales o fingidos en las que pude
confirmar a veces lo que me había dicho el gerente. Cuando encontraba a alguien
que demostraba algún interés en el hecho, yo no lo dejaba hablar y lo
atiborraba en cambio con mis propias interpretaciones, maravillosas y
complicadas. Y llegaba siempre a un límite de exaltación que nadie estaba
dispuesto a tolerarme, de modo que mi aburrido oyente se alejaba de mí,
perplejo y hastiado. Me preguntaba entonces si era posible la indiferencia
sobre algo tan maravilloso. Durante un mes todo el mundo había hablado de ello,
y después nada, el silencio.
Al fin un cine anunció que pronto pasarían una película de
corto metraje sobre el “horrible monstruo”. Recuerdo que fui dos veces a
preguntar cuándo sería eso, y que las dos veces me respondieron próximamente.
Un día el jefe de mi sección me encontró dibujando y me
reprendió seriamente. Tomó la hoja y se puso a mirar. Era un dibujo del
monstruo tal como yo me lo imaginaba. Como todo en él indicaba que la rompería,
tuve el valor de pedirle que no lo hiciera. Él siguió mirando la hoja sin
alterar su rostro. Después movió la lengua dentro de la boca sin despegar los
labios.
Al día siguiente me sorprendí pensando que quizás las
grandes bestias, marinas o terrestres, tenían de horroroso tan solo el aspecto,
y quién sabe hasta dónde. Y estaba convencido de que no había ningún furor en
sus almas y que en cambio estaban llenas de un gran amor que solo podían expresar
a través de rugidos. Y en mis ensoñaciones me veía descendiendo a lo profundo
del mar, acercándome, temblando de coraje y de miedo, a un monstruo que yacía
eternamente despierto en su habitáculo abismal, y pensaba que él me entendería,
varias veces, pero pensaba también que quizás no hubiera tiempo para
demostrarle que yo llegaba así para entenderlo, y me devorase. Y aunque sabía
que lo último era lo más probable, no me arredraba y me acercaba a él,
lentamente.
Después los diarios publicaron una fotografía más o menos
nítida en una edición dominical y en una página posterior dedicada por lo
general a notas gráficas de cine, exposiciones y modas. Se podía apreciar
claramente el enorme volumen del monstruo y su rostro casi humano. Eso sí que
valía la pena. Debajo de la foto había una breve explicación donde se decía que
la enorme masa de carne había empezado a endurecerse, a osificarse, y añadía
más abajo lo que ya se sabía sobre la disposición y forma de la lengua, que le
permitía articular sonidos casi humanos. Se advertía claramente, además, que le
había crecido una enorme barba sobre el rostro. En otra página del diario,
dedicada a noticias del interior, publicaban una nota donde se decía que las
autoridades habían resuelto poner un guardián junto al extraño hallazgo para
evitar que algún malvado experimentase con él. La actitud me pareció digna de
aplauso. Se sabía que un sujeto se había mofado un largo rato del monstruo,
mientras éste lo miraba desde sus extraños ojos, sin gruñir como otras veces
con su voz casi humana cuando alguien
permanecía mucho tiempo a su lado. El individuo, acercándose y mirándolo frente
a frente, le tiró de los pelos de la barba y le hincó un alfiler en las aletas
de la nariz. Entonces el monstruo lo escupió y el hombre empezó a aullar y a
protestar arrojándole piedras. Cuando intervino la policía para evitar otras
consecuencias, el monstruo, enmudecido, giró su enorme masa (sus movimientos
eran cada vez más lentos y difíciles) y lloró silenciosamente. El llanto era
parte, quizás, de su idioma inarticulado. Yo me rebelé al día siguiente entre
mis compañeros, en el Banco, diciendo que poner al monstruo en una plaza
pública, para mofa de los ignorantes, era una medida inhumana. Estaba en el
centro de una plaza como un extraño monumento (medía unos tres metros de
altura) protegido por un pequeño cerco que nadie respetaba. Me rebelé, como
dije, defendiendo al monstruo y mis compañeros se burlaron otra vez de mi
actitud.
Después de esa noticia no se dijo nada más. Durante la
siguiente semana y no sé cuánto tiempo más los diarios enmudecieron. Recorté la
fotografía y la puse con las otras, que guardaba en una carpeta. Un viernes me
invitaron a cazar en las cercanías de un pueblo del oeste, donde después
pasaríamos la noche. Accedí de mala gana. Prefería quedarme a ordenar mis cosas
y mis recortes de diarios, todavía sueltos en la carpeta. Como los sábados no
trabajábamos, partimos ese día en una vieja camioneta. Yo tuve que ir atrás, en
la carrocería, porque adelante no cabían más. Aunque yendo atrás, solo, podía
dedicarme tranquilamente a mis pensamientos, recuerdo que sufrí mucho ese día a
causa de mi impaciencia. Yo debía estar viajando hacia el norte, hacia mi
soñada meta, y sin embargo estaba allí, en ese vehículo rumbo a un pueblo
extremo, ajeno a mis cálculos. Y el vehículo andaba siempre y me separaba cada
vez más de mi objeto. Y si pensaba en el retorno, que sería mucho tiempo
después, y lograba salvar ese tiempo insalvable, no variaba nada mi situación,
pues regresaríamos a la ciudad, siempre lejos del hecho que yo quería ver y
palpar. En consecuencia ese alejamiento momentáneo me hacía cobrar más
conciencia de la distancia que siempre me faltaría para llegar hasta él.
Llegamos a una casa que habitaban un par de viejos y un chico.
Por la conversación, que giró sobre temas generales, sospeché que no sabían
nada del hallazgo. Como estábamos muy cansados, apenas oscureció nos acostamos.
A las diez ya estaba cansado de estar en la cama. Pensaba en mis fotografías,
en mis recortes. Mis amigos dormían. El viejo y la vieja murmuraban en la pieza
contigua, levantados aún. Necesitaba contarles la historia del monstruo. Empecé
lentamente, tratando de no turbar a aquella gente con una historia increíble.
Pero poco a poco fui subiendo el tono y llegué a los límites que nadie me
toleraba. Aquella gente, sin embargo, me miraba con los ojos muy abiertos y la
boca inmóvil. El chico se había sentado en el lecho, quizás asustado, y se
diría que oía con los ojos. Cuando acabé el relato noté que se me habían
saltado las lágrimas de puro entusiasmo. Me levanté del banco donde me había
sentado y vi a uno de mis amigos mirándome fijamente, con severidad. Nos
acostamos nuevamente y me dormí muy tarde. Él no me dijo nada, pero su silencio
era sin duda reprobatorio.
Los viejos sin duda quedaron perplejos. Yo no solo narré los
hechos divulgados por los diarios sino que añadí por mi cuenta todo cuanto
imaginaba. Describí la forma en que fue hallado, detrás de unos tablones
enmohecidos, y el espanto que produjo al principio oírle articular sonidos casi
humanos; su rostro limpio, libre de pelos, que era lo único humano, aparte de
la voz, que tenía aquella enorme masa de carne, y la forma en que empezó a
osificarse. Señalé el hecho de que el monstruo no comiera nunca nada, por cuya
razón era lógico suponer que se nutría de sí mismo. Añadí que se consumiría
lentamente y que al endurecerse por fuera se vaciaba por dentro y que acabaría
devorándose íntegramente o secándose como una planta. Insistí sobre la voz, masculina
y bien timbrada, y me imaginaba, e imaginaba para ellos, que quizás el monstruo
tuviera la secreta esperanza de ser humano alguna vez, sabiendo que era
completamente imposible y que mantenía la esperanza a pesar de esa certeza. Además
creería en cierta inmortalidad, en una cierta indestructibilidad de su vida.
Esto pareció no ser bien comprendido por mis muchos oyentes, y en ese punto de
mi narración estaba cuando advertí a mi amigo mirándome como desaprobando mi
actitud.
Faltaba una semana justa para que me concedieran la
licencia. Por fin podría viajar y ver el fenómeno. Inútilmente compraba los
diarios y las revistas para buscar más noticias. A veces, en breves líneas, se
anunciaba que un funcionario había visitado al monstruo y publicaban sus comentarios.
Pero nada más. De él, nada. La
anunciada película no llegaba nunca. La gente hablaba de otras cosas. En el
Banco me habían prohibido hablar del asunto: distraía al personal. Las hojas de
mi carpeta estaban casi todas en blanco; no tenía qué pegar en ellas. La
indiferencia de la gente me torturaba. Para todos era un asunto concluido y se
entregaban a sus problemas habituales. No había pasado nada. Los hechos, al
producirse, morían en el acto.
Los animales tuvieron para mí, desde entonces una importancia
extrema. Era amigo de un predicador que siempre tenía una respuesta atinada
para cualquier problema, referida siempre a un probable mundo del futuro. Se
sorprendió de mi interés, y me dijo que en el mundo que estaba por llegar las
fieras convivirían pacíficamente con el hombre, e incluso me mostró el grabado
de una revista, a la que pretendía suscribirme desde hacía mucho tiempo, un
grabado donde había hombres semidesnudos acostados junto a fieras de ojos
mansos. Tomé la suscripción agradeciendo así su atinada respuesta, y a medida
que los ejemplares me llegaban semanalmente, los ojeaba con ansiedad buscando
algo sobre las fieras. Cuando encontraba alguna cosa de interés la recortaba y
la pegaba en mi carpeta.
Cuando me enteré de que un vecino mío, que apenas conocía,
había estado allí, fui a verlo. Había ido en viaje de bodas y se detuvo un día
en ese pueblo. Poco me pudo decir. Cuando ellos fueron a ver la maravilla,
después de comer, bañarse y descansar confortablemente, no hallaron sino al
guardián. Se trataba de un lugar más bien aburrido que solo se animaba un poco
los domingos. La gente había escogido antes esa plaza pública con su extraño
monumento como un paseo entretenido y barato, pero ya estaba aburrida de él. El
monstruo era simplemente un gran animal casi endurecido, inmóvil, en medio del
sol, y tenía los ojos cerrados.
Los días pasaban y los diarios no decían nada. No había
declaraciones oficiales o de gente autorizada. El hecho estaba allí para la
mera contemplación. Yo me sentía desvalido. ¿Qué opinaban los sabios? ¿Qué
decía la Iglesia ?
¿Nos dejarían solos ante el hecho monstruoso? ¿No había a quién escuchar o de
qué guiarse? ¿O cada uno había de interpretarlo a su manera? Había un diario
que solo publicó la noticia el primer día, y con un comentario jocoso. A veces
el silencio se interrumpía con noticias donde se anunciaba la visita al lugar
de un sabio que se proponía estudiar el fenómeno, pero uno seguía comprando los
diarios y nada se decía del resultado de las investigaciones. Yo mientras tanto
me imaginaba al monstruo solo, de noche, en una plaza pública, endureciéndose
cada vez más, con su barba crecida. No se habían tomado precauciones para
resguardarlo de las variaciones climáticas. Durante las lluvias debía soportar
el agua y el frío, y aunque su cuerpo endurecido quizás le sirviera de
protección, el agua le chorrearía por la cara impidiéndole el sueño. El
guardián, en cambio, poseía a pocos pasos de él una confortable casilla de
madera provista de luz eléctrica.
Un día antes de mi partida el silencio continuaba. El
miserable ser podía morir, como probablemente ocurriría pronto, en medio del
silencio más apático del mundo. Así que de nada valdría mi espera y yo llegaría
al hecho completamente desvalido, como había llegado todo el mundo. Mi partida
era inminente y el silencio en torno al prodigio era total, cuando la historia
debía comenzar para mí.
Pero yo mismo había empezado a callar.
Un compañero de trabajo, quizás extrañado de mi silencio, me
preguntó entonces algo sobre el hecho sabiendo de antemano que yo no podría
darle una respuesta que nadie supiera ya. Pero en verdad, no me hizo esa
pregunta porque tuviera real interés en el monstruo, sino por mí mismo, para
burlarse de mí, y remotamente, del monstruo. Otro compañero, que yo casi nunca
veía porque trabajaba en otra sección, utilizaba de vez en cuando al monstruo
para hacer insinuaciones capciosas sobre cualquier asunto, y la alusión
cuadraba siempre, adecuada al monstruo y a mí mismo con toda mi historia
personal al asunto que se le antojara.
Yo también había perdido gran parte de mi interés. Pensé que
no había un hecho capaz de asombrarnos y me culpé a mí mismo por exaltarlo. Sentía
una gran vaciedad y muy pocas ganas de marcharme, pero tenía todo preparado y
la licencia concedida. El día llegó al fin. Llevaba conmigo todo lo que pudiera
servir de interés o de guía. Cuando me asomé por la ventanilla del tren que ya
partía, los pañuelos blancos, agitados, saludaban. Pero no a mí. Nadie había
ido a despedirme y muy pocos sabían de mi partida. Yo alcé la mano sin embargo
y saludé a la invisible multitud como queriendo decirle algo.